La historia de Andrés es
conocida. Es la historia del tiempo finito, la historia del chico del que te
enamorás y tenés sólo cuatro meses porque él después se va de viaje por seis y
no sabés si te enamoraste porque tenías tantas ganas de enamorarte que no te
importó nada, o si lo hiciste justamente porque sabías que tenías el tiempo
contado y tu neurosis fue más fuerte que vos, o quizás querías vivir una experiencia
trágica, querías ser abandonada, querías poner a prueba al otro, ¿cuánto me
querés? ¿qué significo para vos? ¿sos capaz de modificar tus planes por mí?
Es la historia del sacrificio,
del te espero seis meses porque cuando
vuelvas todo va a ser genial, la historia de la imaginación y la fantasía,
¿cómo será el reencuentro? Me veo con mi vestido negro con florcitas rojas y
turquesas, ese que me queda tan lindo, llegando en bicicleta a su casa en la
calle Lemos una tarde de marzo. Porque volvía en marzo. Nos vemos y nos besamos.
Nos besamos con pasión, no podemos parar de besarnos. Luego la imagen se
desvanece.
Es también la historia del dolor,
de la desilusión, del llamado en febrero para avisar que no vuelve, ¿y
nosotros? ¿y yo? ¿Qué hago con todo este amor que tengo? Te lo metés en el
culo, jodete por romántica, jodete por infantil y telenovelera. A ver si ahora
crecés y aprendés que el amor no es lo que compraste en las películas de Hollywood.
No podés inventar una historia en tu cabeza y encima pretender que la realidad
se ajuste a ella. Leé las señales. Era obvio que esto iba a pasar. Superalo.
Pero todo eso vino después, en el
medio fue la historia de la demanda y la insatisfacción constantes, la historia
del amame, amame, amame, por favor, amame
y él no me voy a enamorar de vos, me
estoy yendo a París y yo vivamos
estos cuatro meses intensamente, que sean los mejores, no importa que después
te vayas y él no me puedo permitir
eso.
Y es también la historia de
Chacarita y del 39, que es el colectivo que nos unía geográficamente, el
testimonio de los momentos más importantes con Andrés.
El primer beso nos lo dimos volviendo
de Recoleta, después de una reunión con un grupo de un seminario que
cursábamos. En ese momento los dos sabíamos que el otro nos gustaba y supongo
que también sabíamos que le gustábamos al otro, pero hay un momento, quizás un
instante, en el que se pasa de saber eso en el foro interno a concretarlo en un acto material que en este caso era un beso, y ese momento, esa transición, fue
sobre el 39. Estábamos en los asientos de a dos, él del lado de la ventanilla y
yo, bajo pretexto de cansancio, apoyé mi cabeza en su hombro, luego levanté la
mirada y ahí nos besamos. Cuando llegamos a la parada de mi casa yo me bajé y
él, supongo, siguió hasta la suya.
Entre el primer y el último beso
el 39 fue el colectivo que me llevó y me trajo, de Palermo a Chacarita y de
Chacarita a Palermo. Desde el 39 disfrutaba mirando las casas bajo el sol de las
mañanas invernales cuando había dormido con Andrés. Y cuando iba para allá me
bajaba en frente de la estación de servicio que está en Corrientes y Jorge
Newbery, donde comprábamos los preservativos que usábamos por la noche y a
veces también por la mañana.
Las cosas lindas que viví con
Andrés: las salidas de los jueves por la noche, después de cursar el seminario
de Deleuze, cuando íbamos mucho a La Castorera a ver bandas; las tardes de
estudio preparando el final de Gnoseología, y la noche en que tuve que irme de
su casa porque tenía una cena familiar y él quería que yo volviera después para
que siguiéramos estudiando, pero yo no volví porque ya era tarde y no tenía
sentido, y él se enojó por eso; la vez que pedimos sushi y cuando más tarde,
tirados en la cama después del sexo, él me pidió que bajara a la cocina a buscar
el sushi que había sobrado y como mí me daba mucha fiaca le dije que no, y su
respuesta: no es que no pueda bajar a
buscarlo yo, es por pedirte un gesto de amor (ay, Andrés, si algo aprendí
con vos es que el amor no se mendiga); la cantidad de porro que fumábamos en
esa época, en el patio de Puán, en la calle, en su casa, en mi casa, en casas
de amigos; el domingo que vino a buscarme al San Bernardo, donde yo tomaba una
cerveza con mis amigas después de jugar al fútbol, y llegó muy canchero, con
una musculosa blanca de morley que le quedaba divina; la mañana en la que
bajamos a desayunar en su casa y apareció su mamá y desayunó con nosotros; cuando
nos fuimos juntos del grupo de lecturas de Deleuze y nadie sabía que estábamos
juntos y sutilmente fuimos saludando a uno por uno y nos escapamos y cenamos en
un restaurant peruano ceviche, aunque a mí no me gustaba; su fiesta de
despedida y la limpieza del día siguiente; el regalo que le preparé cuando se
estaba yendo, un hermoso cuaderno con fotos adentro y algún texto que no me
acuerdo cuál es pero seguro que era emocionante porque me dio un abrazo enorme
esa noche cuando se lo di.
El último beso nos lo dimos en la
terminal del 39 en Chacarita. Ese día a la tarde salía su avión y por la
mañana, después de dormir juntos y de tener una tremenda pelea causada,
obviamente, por mí, por mi inseguridad, por mi necesidad de odiarlo porque se
iba, por mi estúpida y autodestructiva idea de revisarle sus mails, por la mala
suerte de encontrar unos mails que intercambiaba con su ex novia donde se
trataban de “usted” y hablaban de verse para despedirse y él la invitaba a
tomar un vino, por el dolor que me causó ver eso, por la sensación de que yo no
le importaba, de que todo era una farsa, de que él necesitaba sentirse
acompañado en los meses previos a su partida y yo le había venido como anillo
al dedo porque lo ayudaba con el francés, porque lo ayudaba a buscar un cuarto
para alquilar allá, porque lo ayudaba vaya-yo-a-saber-con-qué, por mis gritos
de vos estuviste cogiendo con ella todo
este tiempo que estabas conmigo y su madura respuesta de vos estás buscando una excusa para enojarte
porque me voy; después, entonces, de la pelea, de que él me calmara, de que
yo llorara y gritara y pataleara porque en realidad lo que quería era que él se
quedara, después, entonces, de la pelea, vino la calma y con la calma vinieron
el dolor y la tristeza de saberme abandonada, el dolor y la tristeza del fin; y
con ese maremoto de sensaciones Andrés me acompañó a la parada del 39 que era
la terminal y media cuadra antes de llegar nos dimos un beso, un último beso de
despedida.
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