Él piensa que estoy siempre disponible. Y yo pienso que él nunca va a poder verme cuando lo quiero invitar a salir. Ninguna de las dos ideas acerca del otro es real: ni yo puedo verlo siempre, ni él está siempre ocupado. Pero por alguna extraña razón eso es lo que cada uno cree del otro.
Él y yo chateamos. Alguna vez nos mandamos un mensaje de texto. Pero en general chateamos, y nunca hablamos por teléfono. No nos buscamos, pero si nos encontramos hacemos como si nos hubiéramos estado buscando por un rato. Me dice que hace mucho que no nos vemos, y me invita a tomar algo. Acepto.
Si nos viéramos más seguido, la salida sería casi rutinaria: él me pasa a buscar, vamos a un bar, y terminamos en un telo. A veces vamos directamente al telo. A veces no me pasa a buscar. Pero nunca vamos al cine.
Hoy no es una excepción. Toca el timbre cinco minutos antes de la hora acordada, no estoy lista, me apuro, atiendo el portero eléctrico mientras termino de vestirme, le digo que ya bajo, me pongo las sandalias, armo la cartera, y me maquillo en el asensor. Lo saludo. Está transpirado. Es verdad que hace calor, pero no parece haberse tomado la más mínima molestia de arreglarse para mí. Se excusa por el sudor y empezamos a caminar. Charlamos. Me gusta charlar con él. Sabe qué temas me interesan y qué temas no. No se da cuenta, pero yo sí, de que me habla de lo que sabe que quiero hablar. Saca esos temas de conversación como si fueran de su interés personal, pero yo sé que lo hace porque sabe que son del mío. Es un gesto estúpido, pero a mi me parece encantador. Siempre busca la forma de discutir. Le gusta llevarme la contra. Casi nunca me deja hablar, dice que ya sabe lo que voy a decir y que mis ideas son un poco adolescentes. Yo creo que él es muy pedante y que por eso se pone en esa postura, como si estuviera de vuelta de todo; pero también sé que en el fondo le gusta escucharme hablar y le gusta verme enojada, y que por eso me chicanea.
Entramos a un bar. Nos sentamos y él pide cerveza para los dos sin preguntarme qué quiero tomar. A veces pienso que eso lo hace muy masculino, y a veces pienso que lo hace muy tosco. Quizás la tosquedad sea parte de su masculinidad. En general espera a que nos vayamos del bar en el que estamos para besarme, pero hoy, en el medio de la conversación, se avalancha por encima de la mesa y me da un beso. Eso lo había hecho la primera vez que estuvimos juntos, y no había vuelto a hacerlo. Me gusta que decida por mi. ¿Vamos a otro lado?, me pregunta. Asiento con la mirada.
En la cama nos divertimos. Él es apasionado y yo me hago la sensual. Me saca la ropa y yo lo dejo hacer como una adolescente que está aprendiendo. A veces, mientras tenemos sexo, pienso que de alguna manera soy importante para él. En ese momento está conmigo y yo creo que por algo debe ser. Algo de mi le gusta. Dice que le gusta mi cuerpo. Hay momentos en los que desearía que no estuviera casado. Pero rápidamente me doy cuenta de que así no me atraería tanto. Su imposibilidad provoca mi histeria. Estamos acostados desnudos y me acaricia la espalda en silencio mientras yo fumo un cigarrillo. Es uno de mis momentos favoritos. De pronto se levanta. Abre la ducha pero no me invita a bañarme con él. Cuando sale le paso una toalla. Empieza a vestirse y yo, un poco desconcertada, también. Pienso en que yo me quedaría con él un rato más. Pero parece que él no. No dice nada. Simplemente da cuenta de que tiene que irse o de que quiere irse. Me siento despreciada y pierdo el interés en volver a seducirlo para que se quede conmigo. Suele estar apurado o tener un compromiso. O eso dice. Nunca me da más de lo que espero. Y casi siempre me da menos. Siempre tiene que irse. Pero eso no importa: siempre vuelve.
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